miércoles, 9 de octubre de 2013

A Pita Cega, o cómo hacer un vino con magia.

Autor de la entrada: Alberto F. Traversa (La ALACENA Roja) Fotos: La ALACENA Roja y A Pita Cega.

La magia no siempre es esa profesión que unos pocos saben desarrollar a través de sus habilidades de comunicación, sus destrezas gestuales o la rapidez de sus manos. También es como un don nato que, ciertamente invisible a los ojos, se palpa en cada palabra, en cada movimiento de quien la posee. Y si la escenografía del lugar es propicia, esos momentos se transforman en únicos.

De las 30 hectáreas de finca solo 4 se dedican integramente a la viticultura
Todas estas sensaciones pudimos compartirlas con Kike, de La Alacena Roja, cuando lo que iba a ser una visita a Pilar, hacedora de uno de los vinos gallegos más singulares del momento, A Pita Cega, se convirtió en un descubrimiento personal de esos que nos gratifican con la vida.
No vamos a detenernos en alabar las bondades de este vino cuya fama ya se han encargado de apuntar mejores críticos especializados que quien esto escribe y con razones suficientes para ello. Otro motivo para el asombro puesto que se trata de un vino poco conocido, con una producción tan corta que en su primera cosecha (2011) apenas salieron al mercado cinco mil botellas. Mala cosa para el marketing, pensamos, pero con el correr de la tarde, el desandar por las plantaciones de Albariño y Treixadura, donde las viñas aprenden a sobrevivir a pura fuerza de la naturaleza sobre un suelo granítico casi imposible, empezamos a entender el porqué…

Racimo de Treixadura
Porque en este rincón del paraíso ourensano no existen las prisas, porque para Pilar, la coqueta enóloga que prefiere que sea este zumo de uvas exquisito el protagonista, la palabra ‘mercados’ apenas tiene importancia, porque con su natural sencillez no se siente atada a las reglas del común denominador de la comercialización. “Esto es lo que hay, cuatro hectáreas de viñedos que dan lo que dan”, expresa con una mueca de tranquila satisfacción.
Pilar nos cuenta de su gran descubrimiento, la viticultura biodinámica, la otra cara de la moneda de la viticultura convencional. “La diferencia ya se aprecia en el lenguaje de cada una de estas formas de hacer el vino. En la convencional se habla en términos de guerra, fungicidas, plaguicidas, etc. En la biodinámica todo se determina por la armonía del conjunto. La viticultura biodinámica es integradora. La clave es la biodiversidad”, explica, mientras nos muestra con orgullo cómo prosperan sus primeros injertos a pesar de la rudeza del suelo.
Malagueña de nacimiento, nos confiesa que el mismo día que llegó a estas tierras, una mañana gris de invierno, se enamoró del lugar. “Aquí quiero vivir y morir”, le dijo sin titubear a su marido.

Y desde esta atalaya (estado o posición desde la que se aprecia bien una verdad) comenzó a edificar un sueño que hoy tiene nombre propio, A Pita Cega, aún sin saber ni intuir el resultado final. “De ahí el nombre, que proviene del juego de niños pero que además tiene que ver con este proyecto que se hizo un poco a ciegas”, apunta risueña.

Pilar aprovecha este paseo entre las viñas para arrancar algunas hojas que quitan luz a algún racimo. “La cepa es una planta sufridora y no se trata de un milagro que éstas puedan sobrevivir en este terreno... La planta busca la vía para obtener el agua que necesita y al final la consigue. Por eso, porque estoy convencida de que la naturaleza nos proporciona todo, aquí ni siquiera tenemos goteo en las viñas”.
Entre tanto andar sería injusto no hacer una alabanza a los olores. Toda la finca huele a hierbas aromáticas. Tomillo, lavanda, manzanilla, menta…, que crecen a los laterales de los viñedos y que nos llevan a recuerdos de jardines de nuestra infancia. Aunque la existencia de tanta naturaleza también tiene un porqué. Pilar es una gran gastrónoma, de hecho tiene un blog (Canela Molida) con más de doscientas recetas. “Pero lo que me apasiona son las masas”, reconoce mordiéndose un labio. “Hubo un tiempo donde me llamaban señoras a todas horas pidiéndome que las ayudara con la masa que tenían en el horno, que no se le levantaba o cosas así”, comenta con cierta añoranza, ya que ahora sus viñedos y el vino ocupan casi todo su tiempo, además de una familia algo numerosa.
Pasamos por delante de su gallinero (donde conviven también con sus parientes lejanos los patos) y de pronto, y apoyada en un alambrado que nos separa de otro campo anexo, Pilar comienza a llamar a viva voz: “Arethaaaa, Arethaaaaa”. Kike y yo nos miramos algo extrañados. “Es que estoy llamando a Aretha, la única oveja negra que tengo y que es tan lista que por eso le puse este nombre, en honor a Aretha Franklin, la extraordinaria cantante negra de soul y gospel. Pero se ve que hoy no quiere presentarse”, dice socarronamente la anfitriona.


La última parada antes de visitar la bodega es en su huerta. Allí, rojas como un sol al atardecer, brillan sus fresas. Pilar arranca unas pocas y nos invita a probarlas. Dulces, deliciosas, casi se deshacen en la boca sin apenas tener que morderlas. Esta exquisitez frutal tiene su origen en unas semillas originarias de Francia y que se cultivan allí desde el siglo diecinueve… Pero ésta es otra historia.
Vamos dejando atrás los viñedos y Pilar reflexiona en voz alta. “Aquí se hace el vino con las vísceras, es decir, con el corazón, con las tripas. No lo hacemos solo con la cabeza”, apunta.
Ya en la bodega, limpísima, pequeña, en consonancia con el hacer ecológico de Pilar (suelo antibacteriano, pintura al agua, no se utiliza detergente alguno, etc.), observamos seis cubas de acero que podrían contener en su totalidad  35.000 litros. Pilar vuelve a sacar su ocurrente lado andaluz. “Ufff, no creo que llegue a ver tanto vino en estas cubas”, exclama.

A Pita Cega
Aquí, con una tecnología de última generación, Pilar nos explica cada proceso de elaboración de su vino y es aquí, precisamente donde ella pone más mimo. “Cada día, a las cinco de la mañana estoy aquí controlando las temperaturas y el estado de la fermentación. Es como cuando tenía a mis hijos pequeños y me levantaba a ver si estaban todos bien”, discurre. El mismo amor silencioso, pensamos.
Apenas tres botellas le quedan en bodega. Todas ellas también fabricadas de material reciclado, igual que el corcho, y sin papel en las etiquetas, cuyo nombre, A Pita Cega, escribe a mano, una a una, ella misma.
Aunque insistimos en que no lo haga, al ver tanta escasez de vino, Pilar abre una botella para nosotros. Lo sentimos como un homenaje cálido. Fresco, aromático, con un toque de mineralidad y un punto seco, se nos hace goloso en la boca. 
Pero no pretendemos hacer su cata, que ya la hizo nuestro buen amigo, el sumiller Juan Ignacio Ayerbe. Solo apuntamos que es un vino que tienta a seguir bebiéndolo. Y lo hacemos con Pilar, en el salón de su casa, discurriendo acerca de su pequeña gran historia personal, como diría el escritor Carlos Castaneda.

Hacedora de un vino singular, encantadora como anfitriona, divertida y con gran pasión por lo que hace, nos despedimos de Pilar, totalmente convencidos de que la magia existe en estas tierras de Ourense.